Y POR POQUITO, NO NOS FUIMOS AL BARRANCO
Santos Doroteo Borda López
04/03/2025

El querido don Enrique Pélach, Obispo de Abancay, había propuesto que recibiera la ordenación sacerdotal en la primera oportunidad después de haber cumplido los 24 abriles.

Así decidimos que sería el domingo 4 de marzo de 1990, un día lluvioso y cubierto de neblinas.

La vía estaba llena de barro y derrumbes por todas partes. Aun así decidimos irnos para allá el día anterior.

La primera parte de la carretera Abancay-Huancarama no ofrecía dificultades más que pequeños derrumbes y piedras. El conductor frenaba el carro y los demás bajábamos para irlas retirando.

Cuando traspasamos Auquibamba, la carretera se hizo más resbaladiza, además de los huecos y zanjones la surcaban en todo el trayecto. Pero los obstáculos no impidieron que el «chacrero» —así llamábamos al viejo Volkswagen, el bocho en que viajamos—pudiese sortearlas y llegar al destino.

Conducía el carro uno de mis amigos de infancia, al que ahora le bromeo y le digo que es “pequeño como un ratón, pero cuida la casa como un león”.

La trocha no permitía correr como lo hacemos hoy en la pista de asfalto. Aprovechamos el tiempo para rezar un poco, cantar y reír con las ocurrencias…

Pero sucede que, un kilómetro antes de Alfapata, la carretera estaba bastante plana, invitando a correr. Así, nuestro chofer superó fácilmente las dos pequeñas quebradas, pero saliendo de la segunda, frente a nosotros, apareció un camión a velocidad. Vi que nos íbamos a estrellar contra él; pero el conductor, en vez de frenar, aceleró el carro, virando hacia el precipicio de la derecha. En ese instante, intuí que se me acababa todo, que había llegado hasta ahí no más…; sin embargo, por obra de no sé qué o de quién, dando tumbos y zarandeados, seguíamos en la carretera. Un nudo en la garganta y la adrenalina a tope, el corazón estallaba en mi pecho.

—¡Carajo, por qué no manejas bien, por poquitito nos jodimos y vamos al barranco…! ¡En todo caso, baja de ahí y que maneje él! —Atinó a decir Alipio, señalándome.

El conductor calló y siguió llevando al viejo bocho, como si nada, pero ya lenta y prudentemente. No hablamos durante una hora, no es fácil digerir miedo y enojo juntos.

—¿Si caíamos al precipicio y moríamos todos ahí abajo, se imaginan lo que se hubiera armado? —Dije sin pensarlo. Nadie respondió, solo el bocho seguía rugiendo. Callados estábamos mejor, pues teníamos los nervios hechos trizas.

Felizmente, en el barrio de los Ángeles (antes llamado Granja los Ángeles), tía Valentina nos dio de comer papa harinosa con abundante queso y chichita de qora.

Luego de la pitanza, ya calmados, recién empezamos a hablar.

Llegados a Arcahua, mi pequeño bohío, la casa estaba repleta de parientes e invitados. Claro que no contamos lo sucedido.

Al día siguiente era el 4 de marzo, día en que recibí el don inmerecido del sacerdocio.

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