(Y la cultura del mínimo esfuerzo)
Abancay posee centenares de paisajes, arboledas, pajonales, ríos, lagunas y parajes indecibles, todos fascinantes. En esta ocasión, te sugiero emular al adolescente Josemaría Arguedas y adentrarte en lo más hondo del Eterno Valle Primaveral para extasiarte con los «Ríos Profundos».
En efecto, cuando llegas al puente colonial (construido desde 1654), ubícate en su arco a observa el paisaje. El viento jugará con tus cabellos y bañará frescamente tu rostro… Pero también abre los ojos del alma y descubre la realidad cuya contemplación agrada el espíritu; el entorno es bonito, maravilloso.
A medida que desciendes río abajo, siguiendo el camino que atraviesa la hacienda de Santo Tomás, llegas a un punto donde las montañas parecen engullir al río. En un tramo de apenas cincuenta metros, desde hace millones de años, la corriente se sumerge en una garganta, justo donde los cerros Ampay y Qorawiri se unen.
Durante la época de sequía, las aguas del río se vuelven cristalinas; sin embargo, durante la temporada de lluvias, el río se carga de sedimentos y adquiere un aspecto turbio. En ese momento, se precipita por el cauce con una fuerza impetuosa, como si estuviera librando una batalla contra las rocas. Finalmente, desaparece por esa garganta con un estruendo ensordecedor, arrojando espuma a su paso, como si estuviera poseído por una furia incontrolable.
En ese rincón, las estribaciones de las dos montañas terminan en el río, prácticamente sobre tu cabeza, como si en cualquier momento las rocas caerán sobre ti… Destaca el Qorawiri ofreciéndote sus aguas termales, que, aunque no sean abundantes ni muy calientes, bastan para que disfrutes de un baño termo medicinal… También puedes trepar unos metros arriba y admirar las coloradas formaciones geológicas, que van dejando las aguas calientes y sulfurosas.
Es verdad que alrededor de las pozas hay poco espacio; pero, aun así, con mesura y sin cometer travesuras, puedes jugar o sentarte en corro. Si caes al río, “chao rosa”.
Por su lado, la corriente de aire que circula por el cañón, especialmente pasado el mediodía, es fortísima y es fácil que te quite la gorra o alguna prenda; pero con todo, es un viento agradable.
Aquellos recuerdos, tanto de la belleza paisajística, como de la inmensidad geológica y de las fuerzas de la naturaleza, me traen a la memoria, algo que leí o escuché.
Aunque sean pequeños, los árboles que crecen en la intemperie, con poca agua y con vientos fuertes, echan raíces profundas; mientras las hierbas abrigadas bajo la sombra de los árboles, con apenas contacto con el sol y sin ventarrones, echan pocas y débiles raíces, siempre superficiales. Para comprobar lo que afirmo, en mis incursiones pedí a los chicos si eran capaces de arrancar de raíz algunas plantas pequeñas de chillkas y huarangos. Al menos veinte de ellos hicieron esfuerzos denodados y no pudieron.
Más tarde, de vuelta a Abancay, descansamos un poco en la antigua hacienda de Pachachaca, echados en el suelo. Ahí, los árboles de pisonaes y molles cobijan hierbas a su sombra. Los chicos sí pudieron arrancarlas con poco esfuerzo…
En relación con nuestra experiencia de la naturaleza, reflexiono sobre la fortaleza y la vulnerabilidad inherentes a la condición humana. Es incuestionable que ningún ser humano debería ser objeto de sufrimiento o maltrato bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, me parece que un número considerable de padres, motivados por el deseo de evitar que sus hijos experimenten las dificultades que ellos mismos enfrentaron, optan por criarlos en un entorno excesivamente protegido, aislándolos de los desafíos y riesgos que la vida presenta.
Es bueno que tus hijos sepan ganarse la vida, que el dinero se consigue con trabajo esforzado; que hay que luchar contra la injusticia, la enfermedad y el dolor; que la decepción y la amargura forman parte de la vida. En efecto, bien enfocadas, las cosas negativas son medios para lograrse calidad de vida; que el esfuerzo personal, el orden y la disciplina, forman personas exitosas, de raíces profundas.
Es bueno saber que las personas sabias y exitosas, de su capacidad intelectual total, utilizan solo un diez por ciento. El noventa por ciento restantes es el resultado del orden, la disciplina, el esfuerzo y las exigencias diarias que se imponen a sí mismos. Una vida plena y exitosa no es únicamente el producto del intelecto, sino también del sudor y el esfuerzo personal constante.
En un mundo donde la comodidad y la gratificación instantánea son tan valoradas, hablar de exigencias, esfuerzos y disciplina puede parecer anticuado. Sin embargo, es crucial preguntarnos si esta percepción es acertada. ¿Hemos llegado a un punto en el que el esfuerzo y la perseverancia ya no son relevantes para alcanzar el éxito y la plenitud? ¿O hemos confundido la comodidad con la facilidad y la gratificación instantánea con la verdadera satisfacción? ¿Qué opinan ustedes al respecto?
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